miércoles, 4 de mayo de 2011

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Nunca he sido protagonista de una ruptura. Sí, he vivido una, pero nunca tuve el derecho a vivir el luto. Por mi parte, sí, claro, pero por la otra no. Se apagó la luz y cuando se encendió yo ya no estaba. Había alguien más.

Siempre presumiré de ser, o almenos querer ser diferente. En la ruptura de la relación más larga de mi vida no iba a ser menos, aunque se escape de mi control. Lo ves en tus amigos, en las pelis, en los libros, en el mundo en general: cuando dos personas que se querían rompen, hay un respeto por lo que había antes. O aunque no lo haya, ambos se encargan de desahogarse, pública o privadamente, de lo mejor y lo peor de esa persona. Yo tengo la total constancia de que yo no he sido bendecido con esa última voluntad.

Es duro que te dejen, es muy duro que te dejen por tu culpa, pero es mucho más duro ver que no mereces ni que hablen de ti, que es tan fácil dejar de quererte que todo son preparativos para recibir a nuevas personas, sean conocidas o no.

Es curioso como los grandes mazazos de la vida te ponen en tu sitio por dentro. Te terminas de conocer a tí mismo y sabes cómo eres en una situación límite. Quizás mantienes la serenidad, o te dejas llevar por las pasiones, y no te importa lo que los demás piensen. O quizás al revés, te importa demasiado...

Como me dijo un gran amigo, justificando todo lo que me ha hundido en estos meses "es la forma de llevarlo de cada uno". Y ahí es donde dentro de mi mierda, me siento orgulloso de la forma en que lo llevo.

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